Con 39 ediciones en su haber, el encuentro ya se transformó en un sinónimo de Holanda. Una vez más, su generosa oferta de films presenta un panorama del mejor cine internacional producido en los últimos tiempos e interesantes retrospectivas.
El Festival Internacional de Cine de Rotterdam sigue siendo, más allá de modas, cambios en su dirección artística y algunos problemas de presupuesto, un ámbito vital, estimulante: es un encuentro que respira pasión por el cine. Gracias a las películas en exhibición, en primer y fundamental lugar, pero también por el aire que flota en salas, pabellones y pasillos. La de Ro-tterdam es una generosa oferta cinematográfica que, dejando de lado gustos e imposibilidades –por la competencia con otros festivales cercanos en el calendario–, presenta un panorama acabado del mejor cine internacional producido recientemente, más una buena porción del pasado ofertado en diversas secciones. Es además un gigantesco andamiaje de programación, logística e intereses cruzados –al festival en sí mismo hay que sumarle su mercado de producción paralelo– que ha logrado mantener cierta esencia humana, un vértice cálido y amable que permanece, a pesar de que el año próximo cumplirá cuarenta ediciones. Por todo esto, para muchos amantes del cine el logo atigrado de Rotterdam es sinónimo de Holanda, casi tanto como los molinos de viento y los girasoles de Van Gogh.
Una ojeada al catálogo permite acercarse a una casi inabarcable oferta de films ante la cual se hace necesario, tanto para el visitante circunstancial como para el más avezado de los profesionales, un abordaje selectivo que dejará afuera algunos títulos fundamentales. Por un lado están las secciones habituales: la competencia internacional, conocida como Tiger Awards Competition; Bright Future, dedicada a descubrir jóvenes talentos en el cada vez más populoso universo del cine independiente; Spectrum concentrada en los grandes nombres y en aquellos films que ya circularon en otros festivales. Pero, además, los programadores decidieron acercar al público secciones paralelas y retrospectivas temáticas y autorales de diverso tenor e interés. Incentiva el apetito cinéfilo el lugar destinado a la exhibición del cine africano en la sección “Where is Africa?”: una inabarcable selección de largos y cortometrajes de ese continente, que incluye clásicos y novedades, y que resulta, por lo ambiciosa, uno de los platos fuertes de esta edición 2010. Lo mismo puede decirse de la retrospectiva parcial dedicada a Yoshishige Yoshida, una selección de siete títulos –todos ellos exhibidos en 35mm– del secreto mejor guardado de la nueva ola japonesa. Infinitamente menos conocido, fuera de su país natal, que sus colegas Nagisa Oshima o Shohei Imamura, el de Yoshida es un cine que sin dudas merece una mayor visibilidad, por su particular mezcla de clasicismo y modernidad puesta el servicio de una furibunda mirada sobre la sociedad japonesa.
La presencia argentina dentro de la programación no es menor, pero se concentra fundamentalmente en la sección competitiva de cortometrajes y en la ya mencionada Bright Future, en cuyo marco fue presentado al público el largometraje de animación El Sol, de Ayar Blanco (quien fuera codirector, junto con Juan Antín, de Mercano el Marciano). Se espera además, para los próximos días, el estreno mundial de El pasante, opera prima de Clara Picasso, egresada de la FUC y una de las firmas detrás del film colectivo A propósito de Buenos Aires. De todas formas, sí es fuerte el frente latinoamericano en la muestra oficial (los “Tigers”), dedicada a promover el trabajo de directores debutantes o que han terminado su segundo largometraje. Entre los diversos films dignos de mención, dos de ellos provienen de países americanos ubicados al sur de Hollywood.
Alamar describe con lujo de detalles la relación entre un padre y su pequeño hijo, mientras pasan juntos una temporada en el paradisíaco e inhóspito Banco Chinchorro, el más importante arrecife de corales de México. Su realizador, Pedro Gonzales-Rubio, utiliza indistintamente técnicas del cine documental y de ficción, logrando una genuina y emotiva pintura acerca de la fragilidad de las relaciones humanas. Al término de la proyección persiste la sensación de haber asistido a momentos únicos en la vida de sus protagonistas, como un diario íntimo de enorme belleza. Otro debut de sorprendente riqueza conceptual y estética, Agua fría de mar, encuentra a su joven realizadora, la costarricense Paz Fábrega, enfrascada en un engañosamente sencillo relato que cruza los pasos de una niña y una mujer joven durante sus vacaciones. Rodado en formato scope y con una dirección de fotografía notable –particularmente en sus escenas nocturnas–, el film posee una sensibilidad misteriosa que logra retratar a dos seres en estado de rebeldía con el mundo que los rodea, sin resultar pretenciosa desde lo temático ni ampulosa desde lo formal.
De todas formas, la gran sorpresa de esta competencia lleva el nombre de Let Each One Go Where He May. Rodado y exhibido en el formato de 16mm, el largometraje del norteamericano Ben Russell es uno de los films que, sin dudas, dará que hablar durante la próxima temporada festivalera (difícilmente logre una exhibición comercial en parte alguna del mundo). En 135 minutos y apenas trece planos de una elegancia nunca manierista, Russell presenta algunos instantes en la vida de dos jóvenes habitantes de Surinam (la antigua Guayana Holandesa) mientras se bañan, caminan, circulan en un ómnibus, trabajan, se divierten en una fiesta tribal. Documental, ficción, cine experimental; ninguna etiqueta es útil a la hora de describir una película absolutamente radical que logra romper sin esfuerzo moldes y convenciones, y transportar –a aquel espectador paciente y generoso– a un estado de fascinación por las imágenes en movimiento cada vez más difícil de encontrar en un mundo contaminado por la polución audiovisual. Let Each One Go Where He May es moderna y primitiva al mismo tiempo. Primitiva porque recupera atavismos que el cine parecía haber perdido desde aquellas primeras exhibiciones de los hermanos Lumière y Edison, y logra presentarlos como si se tratara de una primera vez; moderna, porque permite renovar las esperanzas en el centenario arte cinematográfico. Involuntariamente, quizá se trate de la mejor respuesta ante la avanzada digital, el 3D y demás evoluciones tecnológicas al uso: para hacer cine no hace falta más que una cámara y el mundo real dispuesto a ser captado por ella.
Fuente: Pagina12
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